Curiosidades sobre el Camino

          Lugares y monumentos dentro de la ruta o con pequeños desvíos que puede merecer la pena ver:

- El camino aragonés-francés.

BORAU,  ermita románica de San Adrián.
JACA, catedral, capilla de Sta. Orosia, el crismón (en el pórtico).
SANTA CRUZ DE LA SEROS, el árbol de la vida, San Caprasio.
SAN JUAN DE LA PEÑA, el cáliz del Sto. Grial.
MONASTERIO DE LEIRE, cripta subterránea y sus columnas.
SANGUESA, el pórtico románico (san Judas), el juicio final donde los justos lloran y los pecadores ríen. Allí, oficios y quehaceres son representados como símbolos de labores trascendentes, mientras una mujer desnuda amamanta a una rana.
Siguiendo la ruta llegaremos a uno de los monumentos más señeros de todo el camino: la capilla templaria de Eunate, una construcción octogonal rodeada de un claustro de ocho ángulos, en cuyo interior se reunían los caballeros del Temple en sus tenidas iniciáticas, según puede apreciarse por el banco corrido que bordea el recinto de la capilla. Pero lo más significativo de este lugar hay que buscarlo en el portalón principal, que lleva esculpida una ristra de figuras simbólicas puestas en el arco exterior como signos de reconocimiento. Olcoz-, existe un portón prácticamente idéntico en la fachada de su iglesia parroquial, sólo que con todas sus figuras colocadas en orden inverso, conformando una imagen especular que obliga a pensar que ambos pórticos fueron concebidos como enantiomorfos: iguales y de sentido contrario.  
Enfrente mismo de Eunate, el lugar de Obanos, es una extraña continuidad de esa sinfonía de los contrarios, rinde culto paralelo a una santa y a su hermano y asesino
ESTELLA Otras, tres al menos, se refugian en la iglesia de San Pedro de la Rúa, un soberbio muestrario mariano situado en lo alto de una colina y al que se accede por una empinada escalera.
El Camino, a partir de aquí, discurre… se pasa junto a Sansol, que dicen recibió el nombre de san Zoilo, uno de los varones apostólicos que fueron discípulos de Santiago, pero que recuerda más a una sacralización solar, y se queda el peregrino asombrado ante la majestad de la pequeña ermita octogonal de Torres del Río, que según parece fue, como Eunate, otra Linterna de los Muertos, pero que proclama a gritos su carácter mistérico.
A poco trecho, Navarrete nos muestra una hermosa iglesia con dos portalones que recuerdan la entrada al Santo Sepulcro de Jerusalén. Y a la salida del pueblo se pueden ver las tapias del cementerio municipal, cuya puerta procede de un desaparecido monasterio de caballeros sanjuanistas y cuyas figuras nos descubren, casi de tapadillo, las etapas por las que tenía que atravesar el peregrino jacobeo para acceder a su iniciación secreta.
Se vuelve a Nájera y se recupera el Camino, después de haber visitado en Tricio la anárquica ermita de Arcas, que se construyó a partir de un templo jupiterino y que seguramente sirvió como antro donde se celebraron cultos de carácter gnóstico en los primeros siglos del Cristianismo. No lejos está, aún en plena actividad, el monasterio de Cañas, en el que en su día se rindió culto a santa Ana.

Redecilla del Camino, donde en su iglesia se conserva una de las pilas bautismales más importantes de nuestro románico. Toda ella profusamente labrada, toma la forma de una ciudad: la Jerusalén Celeste, la sede de los justos, desde donde está asegurado el acceso directo a la Gloria.

El camino continúa y se interna en los hayedos de La Pedraja hasta alcanzar San Juan de Ortega, lugar donde residió otro santo arquitecto. La iglesia del santuario es una obra asombrosa del románico mágico de los grandes constructores sagrados. Abundan allí los detalles del buen hacer, las muestras de ese conocimiento trascendente que guió la obra de los mejores artífices de aquellas logias donde se aprendía mucho más que la simple resistencia de materiales y el arte de labrar la piedra. Aquí se descubrió, no hace mucho, que una ventanita concreta de la iglesia deja pasar, en los días de los solsticios, un rayo de sol que, a las seis en punto de la tarde, da de lleno sobre el capitel que representa la Anunciación.
El yacimiento prehistórico de Atapuerca, donde han sido hallados los restos humanos más significativos de la más remota antigüedad europea. Por aquellos confines se conserva un lugar que todos conocen como el Campo de la Brujas.
Castrojeriz para tropezarse de nuevo con las grandes claves. Un convento, que fue de los hermanos antonianos, dejó de cumplir sus funciones hace siglos y forma parte de una granja por donde se han perdido la mayor parte de sus restos. Los antonianos constituyeron una orden poco y mal conocida. Asumieron el cuidado y la curación de los enfermos afectados por el fuego de San Antón, porque este santo curó de este mal al padre de uno de sus fundadores.
A poco trecho se encuentra Villalcázar de Sirga, o Villasirga, como la llaman algunos. La iglesia perteneció a una encomienda templaria, está colocada en un lugar de alto poder energético y, además de una milagrosa imagen de la Virgen, a la que Alfonso X dedicó varias de sus cantigas, conserva el misterioso sepulcro de un caballero templario cuyo bulto fue labrado con un ave de cetrería entre las manos. Lo curioso es que el estudio de este sepulcro ha demostrado, al parecer, que en él nunca fue enterrado nadie.
La inmediata localidad de Carrión de los Condes ofrece maravillas arquitectónicas e imágenes cargadas de misterio, como es el caso de un pequeño Cristo crucificado a un árbol que se puede ver en Santa María del Camino. Pero se lleva la palma la fachada de la iglesia de Santiago, con las más perfectas figuras del románico, donde el Pantocrátor se encuentra rodeado por la figuras de los Veinticuatro Ancianos del Apocalipsis, que representan oficios ejercidos en la Edad Media: forjador, ceramista, músico, talabartero, carnicero... que supusieron en su tiempo el germen de sociedades gremiales que llegaron a convertirse en motor de la vida de las ciudades.
 Al poco trecho se encuentra el que fue uno de los hitos de la ruta jacobea, Sahagún. Allí se nos descubre una arquitectura románica que ha perdido la grandiosidad de la piedra labrada y se estructura en torno al ladrillo, lo cual, pensando en el paso del tiempo, convierte aquel enclave en una especie de vieja ciudad que nació en la provisionalidad. El calor de la piedra ha desaparecido y los templos surgen como producto precipitado del crecimiento de una urbe que se convirtió en una especie de centro de intercambio y de auxilio al peregrino que venía de un páramo inhóspito e iba a penetrar en otro todavía más terrible. Sólo el monasterio de San Pedro de las Dueñas, situado cinco kilómetros al sur de la ciudad, restablece el contacto con la piedra y nos recupera parcialmente un mundo mítico, legendario y simbólico a la vez, que lleva tiempo sin aparecer a lo largo del Camino.
- El imperio de la muerte.
Salir el peregrino de Sahagún y empezar a palpar soledades y muerte debía de ser antaño una sola cosa. La calzada tradicional se vuelve inhóspita. Ni siquiera las modernas carreteras se han abierto paso por los terrenos pantanosos y desérticos que recorre aquí el Camino, por lo que puede decirse que éste constituye el tramo más puro del viejo sendero sagrado. Los viajeros de tiempos pasados nos hablan de muertos hallados a los lados de la calzada, algunos medio devorados por las alimañas, otros convertidos en imágenes macabras de la inanición. Hay charcas pobladas de ranas –una de ellas incluso ha dado nombre a la aldea de El Burgo Ranero, por donde se atraviesa escuchando el constante croar de los batracios- y se dice que aún queda algún lobo por las cercanías. Los peregrinos suelen apartarse de este tramo y seguir por las carreteras convencionales hasta Mansilla de las Mulas, desde donde, apenas cruzado el Esla, pueden tomar una desviación a la derecha para acudir a un lugar esencial de la peregrinación: San Miguel de Escalada. El viejo monasterio mozárabe es un ejemplo vivo de arquitectura mágica. Un atrio cubierto por doce arcos de herradura da paso a un interior que ha conservado todo su encanto prerrománico. Los arcos fueron concebidos para que el peregrino eligiera en ellos su vía de acceso al templo, que no debía ser casual ni caprichosa, sino que tenía que responder a su grado de iniciación en los secretos del saber trascendente.
Algo muy parecido sucede con la colegiata de San Isidoro, que fue construida para albergar no sólo los restos del más grande sabio de la España visigoda, sino el cúmulo de sus saberes enciclopédicos, que, en cierto modo, están presentes en sus rincones, en el zodiaco invertido de su fachada, en los asombrosos frescos que llenan de vida y de conocimiento el panteón real. Ante San Isidoro de León se comprende que, por más que insistan historiadores académicos recalcitrantes, el origen de la ciudad y de su nombre no fue la Legión VII, como se insiste, sino el culto a Lug, el dios innombrable de los ligures, el mismo Lug que se levantó en forma de monte San Lorenzo en la sierra de la Demanda.
León marca el inicio de una etapa fundamental del Camino. Tras la muerte del último tramo recorrido antes de llegar, se abre una trocha cargada de significados, un nuevo reto a la búsqueda del conocimiento que implicaba la ruta a Compostela. La ciudad fue sede de alquimistas, refugio de priscilianistas, de cátaros y de valdenses, hogar de judíos cabalistas. En los recovecos de su judería nació seguramente el Zohar, el texto más importante de la mística hebrea. Artistas iniciados como Gaudí sintieron que la musa del conocimiento se apoderaba de ellos para concebir las obras más bellas de su inspiración, precisamente por aquellos andurriales.
Astorga, que fue lugar importante en tiempos del Imperio romano. De allí partían cargamentos de oro procedentes de las minas de las Médulas hacia la metrópoli. Su catedral, en la que trabajaron los maestros canteros más importantes durante varios siglos, es el conjunto más diverso y armónico de los más distintos estilos: todo un ejemplo de lo que en cada momento de la historia fue considerado como sagrado, un revoltijo increíblemente coherente de formas de abordar la construcción del lugar sagrado.
Al salir de Astorga, el peregrino penetra en la Maragatería, una pequeña comarca donde merecería la pena detenerse e involucrarse en la vida y en las costumbres ancestrales de sus habitantes, que forman un pueblo, el de los maragatos, del que se desconoce el origen, pero que permaneció siempre al margen de la vida y las costumbres de quienes les rodeaban. Ocupan varias localidades entre Astorga y los montes de León y marcaron para aquellos parajes unas formas de vida que hoy se están perdiendo, pero que, en su día, supusieron todo un modo distinto de abordar la existencia, las creencias y las costumbres cotidianas. Murias de Rechivaldo, Castrillo de los Polvazares, Santa Catalina de Somoza y El Ganso son pueblos maragatos por los que pasa el Camino y en ellos se respira un modo de vivir ajeno, que hoy, en muchos aspectos, ha degenerado en atractivo turístico.
Así, siempre a la vera de un monte sagrado de la Antigüedad, el Teleno, “la cruz de ferro” la senda sube en vueltas y revueltas, atraviesa un par de aldeas que en invierno suelen estar hundidas en la nieve, y alcanza Molinaseca, la única localidad de cierta importancia que se atraviesa en medio de aquella serranía bellísima e insólita. Aquí merece la pena desviarse del Camino y penetrar en el corazón de la comarca, porque toda esta zona, desde Compludo a Peñalba de Santiago, formó en los tiempos remotos de la España visigoda un paraje dedicado masivamente a la práctica de la espiritualidad. Allí sentó sus reales un anacoreta maestro, san Fructuoso, que con su ejemplo y sus virtudes atrajo a una auténtica masa de devotos discípulos que instauraron una especie de república espiritual insólita. Miles de personas se dedicaban en este lugar a la oración y al trabajo, sin hacer caso a las leyes humanas y divinas que regían el reino. Su centro estaba en el que aún se conoce por el Valle del Silencio, que sube envuelto en mutismos hacia el monte Aquiana, la otra cumbre sagrada de esta sierra tocada aún por un misticismo arcano que, probablemente, hundía sus raíces en forma de espiritualidad aún más remotas que el Cristianismo.
No conviene que el peregrino se pierda la iglesia de Santiago, en Peñalba. Es una de las construcciones religiosas más insólitas con las que es posible encontrarse. Muy anterior al románico caminero, tiene un ábside en cada extremo, lo que la convierte en un templo de doble sentido, dirigido a la vez al orto y al ocaso, al nacimiento y a la muerte del dios Sol.
Por un puente medieval –otra obra de pontífices- se entra en la ciudad de Ponferrada, la capital del Bierzo. Esta ciudad fue sede de la Orden del Temple, que tiene allí levantado su castillo, repleto de signos esotéricos de reconocimiento, entre los que destaca la extraña forma de sus torres, que, según se ha descubierto, corresponde a la estructura ideal de las constelaciones del Zodiaco. Los templarios introdujeron en la ciudad, y de rebote en toda la comarca, la devoción por la Virgen de la Encina, que, según la leyenda, fue hallada en el interior de un árbol cuando se cortaba madera para la construcción del soberbio castillo. 
Cerca de Ponferrada, apartándose nuevamente de la ruta estricta que conduce a Santiago, el viajero puede encontrar el paraje de Las Médulas, un paisaje fabuloso e insólito de montes rojizos y pelados que, en tiempos de los romanos, constituyó la mina de oro más importante del Imperio.
Atravesar el Bierzo es penetrar en una tranquila aventura en lo insólito. El peregrino puede ver en el monasterio de Carracedo las más asombrosas marcas canteriles de todo el Camino. En la ermita de la Quinta Angustia, en Cacabelos, podrá contemplar, con permiso del párroco, un pequeño retablo donde un Niño Jesús juega a las cartas con un fraile. El juego consiste en que el niño toma del religioso un cuatro de bastos y le entrega un cinco de oros que, sin duda, representa el beneficio espiritual obtenido por el religioso en este intercambio. Y en Villafranca del Bierzo, apenas entrado en el pueblo, deberá visitar la iglesia de San Francisco, donde los antiguos peregrinos podían recibir el certificado de jubileo si su salud o sus fuerzas no le permitían continuar hasta Santiago. Esta iglesia, constituye uno de los centros de poder energético más importante del Camino.
Pasado el Bierzo, el camino asciende penosamente para entrar en la Galicia jacobea. Una larga y penosa cuesta conduce, por las aldeas de Pereje, Trabadelo, Portela y Ambasmestas, a Ruitelán y Herrerías, para desembocar en El Cebreiro, donde los monjes de Cluny se las ingeniaron para marcar un hito griálico famoso, fabricándose cierto milagro eucarístico que sentó plaza de santidad extrema en el mundo de las peregrinaciones. El milagro consistió en la conversión prodigiosa del pan y el vino en carne y sangre del Salvador entre las manos de un sacerdote que celebraba la Eucaristía con escasa convicción. Recordemos que el Cebreiro conserva un tipo de construcción, las Pallozas, cabañas de tejado cónico que seguramente transmiten con su forma las mismas virtudes que se dice son recibidas de las estructuras piramidales.

Se pasa por el monasterio de Samos y se escuchan relatos de milagros fundacionales, cuando aquel cenobio se concibió como dúplice, es decir, destinado al alimón a monjes y a monjas; pero el peregrino puede ver también rincones insólitos, como el de la fuente de las Nereidas, donde lucen sus pechos exagerados unas criaturas marinas monstruosas, o puede escuchar relatos como el del viejo hermano lego que fue encontrado muerto en una cueva de paredes de oro. 
Por Sarriá y otros pueblos plagados de conventos y cenobios, que surgen uno tras otro, se alcanza Portomarín, al que las necesidades de un pantano transformó, obligando a que sus monumentos religiosos fueran trasladados a zonas protegidas de las aguas, haciéndoles perder la magia que poseyeron cuando se encontraban en su lugar preciso. Aún así, todavía es posible admirar la iglesia de San Juan, donde pueden verse multitud de juegos de alquerques entre los canecillos que unen los muros de la techumbre, como muestra de juegos iniciáticos que transmitieron los canteros. Se pasa igualmente cerca de Vilar de Donas, que aún conserva frescos medievales de dulce sabor trovadoresco. Y se alcanza Palas do Rei, que nos muestra en su comarca multitud de pequeños templos románicos. Aquí no abundan los mensajes, porque el mensaje compostelano se encuentra casi a tiro de piedra y la urgencia por llegar absorbe cualquier otra. Melide conserva alguno de esos templos, como el de San Pedro y el de Santa María.
En Lavacolla, como su nombre indica, el peregrino se lavaba las suciedades que le quedaban del Camino y, al remontar el monte del Gozo, veía ante sí las torres de Compostela. Lavacolla tiene un aeropuerto que la ha camuflado y el monte del Gozo ha sido prácticamente tapado por construcciones. Más vale que, como los antiguos peregrinos, nos lancemos a la carrera ladera abajo, para intentar ganar el honor de ser reyes de la peregrinación.

- El principio del fin.
La mayor parte de los itinerarios que se han escrito sobre el Camino insisten en que Compostela y el sepulcro del Apóstol son la meta de la peregrinación. Algunos nos permitimos dudarlo. En el proceso iniciático que debe suponer esta ruta, Compostela es el instante crucial en el que el peregrino debe pasar por la experiencia de la muerte –aunque sea la muerte del ser sagrado cuya tumba ha venido a venerar-, para salir de ella resucitado a una vida diferente, acorde con el conocimiento adquirido a lo largo de las duras jornadas por las que ha pasado. 
Toda la experiencia trascendente compostelana se concentra en la soberbia catedral y en los elementos que la componen y que deben ser buscados, analizados y asumidos por el peregrino. La catedral es un libro a medio abrir, tal y como nos los muestran tantas figuras e imágenes como hemos encontrado a lo largo de la Ruta, como avisándonos de esta circunstancia. Allí, en el Pórtico de la Gloria, en el doble acceso de las Platerías, en el deambulatorio o en las capillas, hay que mantener los ojos abiertos y leer, contar, medir, relacionar y descubrir tantos secretos como contienen. Si observamos a los ancianos apocalípticos del Pórtico, deberemos descubrir quiénes portan matraces en sus manos y qué puesto ocupan en el conjunto. Si observamos al rey David, tenemos que conocer el ángulo que forma su cuerpo con la lira que sostiene entre las manos. Si examinamos a ese personaje que llaman la Magdalena, tenemos que saber por qué mantiene un cráneo el regazo. Debemos averiguar qué santos hablan con qué otros y por qué, sentir el orden de las figuras en el Árbol de Jesé, saber por qué hay leones a los pies de los patriarcas, adivinar el parecido que muestran Santiago y el Salvador, quién es cada figura del Pórtico y por qué está allí. Y sólo cuando hayamos encontrado respuestas a nuestras preguntas sabremos qué se nos ha querido contar y qué se nos indica hacer, ahora que hemos pasado las pruebas de la Iniciación Jacobea.
El peregrino debe penetrar en el templo por la Puerta de la Azabachería (el azabache es negro de muerte), lo ha de recorrer leyéndolo con todo amor y cuidado y salir por el acceso de las Platerías (la Plata es blanca y brillante de vida). El peregrino, a su paso por el templo, se ha iluminado, si ha sabido recorrerlo a conciencia.
Al salir, lo primero que ve, a los pies de la escalinata, es la soberbia fuente de los caballos. Son equinos marinos que le invitan a seguir la ruta hacia el mar. Ha visitado la tumba sagrada y ahora se le plantea resucitar para la Gloria a la orilla del Mar Tenebroso y desconocido. No debe dejar que pase esa oportunidad, pues el Camino no ha terminado. 
Que abra más los ojos del océano. Que pase por Padrón, la antigua Iria Flavia, para aprender los entresijos de la leyenda jacobea y su significado. Que visite las rocas grabadas con petroglifos y las palpe intentando traducirlas, que su mensaje le habrá de entrar por las yemas de los dedos. Que se acerque a Noya y medite sobre aquellos cientos de peregrinos que quisieron labrarse su propia losa sepulcral en el cementerio de Santa María a Nova y grabar los signos de su iniciación en lugar de su nombre. Que piense por qué se quedaron allí y se negaron a regresar. Que medite por qué llaman arcas a los dólmenes que yacen perdidos por el monte Barbanza. Que adivine por qué la tradición cuenta que la ciudad de Noya fue el punto donde el patriarca Noé desembarcó después del Diluvio.
Pero no se detenga allí, camine aún un trecho serpenteando hacia el norte, siguiendo los meandros de las rías. Cruce el Ponte Nafonso y únase a la devoción del sabio maestro pontífice que pasó toda su vida construyéndolo. Medite sobre su tumba, a los pies de su obra. Lléguese luego a Muros y bañe su mano en la pila bautismal que tiene grabada una serpiente en el fondo de la copa. Observe las figuras casi siniestras del Cristo de Muros y del de Finisterre, de los que se dice -¿y por qué no ha de ser verdad?- que les crecen las uñas y los cabellos, porque ambos proceden del mar y fueron pescados y expuestos a la devoción de las gentes como seres momificados. 
Allí, en aquel trecho de Costa de la Muerte, está la vida. Es la respuesta a la pregunta que el peregrino lúcido se planteó al iniciar su camino en las cumbres de Somport o de Roncesvalles. Tiene que llegar al extremo del cabo de Finisterre y girar su mirada desde el Olimpo Céltico hasta más allá de donde el mar y el cielo se confunden y el Sol se hunde entre ambos para desaparecer en la noche. Porque allí, si sabe buscarla, está la Respuesta.

          NOTA: Textos recopilados de Arteguias.com

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